
"Caminábamos juntos y separados, entre las desviaciones bruscas de la floresta. Nuestros pasos, que era lo ajeno de nosotros, iban unidos, porunísonos, en la blandura estallante de las hojas, que alfombraban, amarillas y medioverdes, las irregularidades del suelo. Pero iban también disyuntos porque éramos dos pensamientos, no había de común entre nosotros sino que lo que no éramos pisaba unísono el mismo suelo oído.
Había entrado ya el principio del otoño, y, además de las hojas que pisábamos, oíamos caer continuamente, en el acompañamiento brusco del viento, otras hojas, el ruido de hojas, por todos los sitios por donde íbamos o habíamos ido. No había más paisaje que la floresta que los velaba a todos. Bastaba, sin embargo, como sitio y lugar para los que, como nosotros, no teníamos por vida más que el caminar unísono y diverso sobre un suelo mortecino. Era —creo— el final de un día, o de cualquier día, o por ventura de todos los días, en un otoño todos los otoños, en la floresta simbólica y verdadera."